domingo, 9 de septiembre de 2018

Perder lo que no se tiene, y otras formas de destrozarte

Buenas tardes, renacidos. Seguramente os pillo con el tenedor en la mano y la televisión encendida. No es un buen momento para publicar, lo sé, pero ha sido el momento, que no es poco. Llevo varios días buscando el momento de escribir una nueva entrada y hoy que he encontrado el espacio preciso, no me he podido resistir. ¿Qué, cómo han ido las vacaciones? Espero que hayan sido inolvidables (para bien). Las mías se han hecho demasiado cortas. Un día estaba leyendo en Badajoz y al día siguiente estaba montada en el coche hasta arriba de equipaje y pena. PERO BUENO, LLEGÓ SEPTIEMBRE. Y con él todo parece que empiece de nuevo, o es lo que siento yo (quizás porque estoy demasiado acostumbrada a empezar cole, uni). 

En fin, os traigo una entrada que habla sobre las perdidas que nunca han sido nuestras. A todos/as nos ha pasado alguna vez que por esperar demasiado hemos perdido la oportunidad, esa que quizá nos brindaría muchas cosas... Bueno, pues de eso hablo en mi nueva entrada. 

Espero que estos meses hayan servido para cargar pilas y venir dispuestos a leerme y leeros en cada una de las palabras de este blog. Deseo que os guste tanto como a mí escribirlo y que nos vayamos encontrando por aquí.

¡Feliz domingo, renacidos!

Pd: imagen propia tomada en Badajoz.


Lo que nunca perdimos es precisamente lo que más echo de menos un miércoles cualquiera. Lo busco en todas partes, como si pudiese materializarse aquello que guardamos en un lugar perdido de nuestra mente. Aprieto con fuerza mis dientes, mordiéndome las intenciones cada vez que te pienso y tú no estás delante. Te fuiste cuando ni siquiera habías llegado, como aquel tren que se cansó de esperar y cruzó la vía hacia otra parte, hacia otro lado. Hacia el despiste que me hizo pensar en mi mano bajando a tus pantalones y que me hizo sonrojarme sin que nadie lo note. Sin que nadie me toque. 

Me sonaste en demasiadas canciones que ahora no encuentran su piano, pues nadie recorre un cuerpo con los dedos si no puede tocarse, si no puede sonar nada. Y no me sonaste cómo deberías, desafinaste en el instante justo en que me crucé contigo, pero yo hice oídos mudos y cuenta nueva. Oídos sordos y de nuevo contamos. Contamos con los dedos chupados de perder otra mañana más pensando en todo aquello que perdimos sin llegar a tenerlo. Y gotea, gotea y vuelve a gotear. Haciendo que cuente a mi gato los números que perdimos por no apostarnos, o por apostar por los números y quedarnos en las letras. Letras que no llevan a ninguna parte y me hacen pensar en pensarte demasiado a menudo de tanto en tanto. Y vuelve a empezar. Y vuelvo a empezar a pensarte y me canso demasiado tarde.

Es curioso que duela tanto algo que nunca ha existido. Es curioso que me salga siquiera una palabra para describir lo que nunca fue nuestro pero gustó tanto. 

A veces pienso en cómo sería la vida sin nunca haber pensado en que nos hemos perdido, pero me trabo yo misma y vuelvo a soñarte desnudo con una manta que nos cubra los miedos. Y en esos momentos parece que funciona. Parece que puedo no pensar en que te he perdido sin haberte tenido nunca. Y me estiro los cabellos, sin llegar a llorar una lágrima pero sintiéndome empapada de ganas. Empapada hasta las trancas y sin poder remediarlo. 

Ni las tiritas curan un corazón herido, ni las heridas sanan un corazón que pierde litros. Y este gotea, gotea y vuelve a gotear. Como un tejado torcido que hace entrar en casa todo aquello que quieres dejar fuera. Como un corazón dormido que no puede dejar de despertar.