domingo, 7 de octubre de 2018

Quién pierde qué y a quién

Buenas tardes, renacidos. Se va acercando poco a poco el frío que tanto me enamora de otoño. Sabéis, a casi nadie le gusta el otoño. Recuerdo, en una de las últimas clases que tuve con unos niños de primero de primaria, que cuando preguntábamos cual era la estación favorita de cada uno, siempre salían el verano (claro ganador), la primavera (también muy adorada por los peques) y el invierno (con el que algunos añadían una cara de felicidad como la que pones arropado hasta arriba por de noche). Pero, NADIE, ABSOLUTAMENTE NADIE, siendo yo la excepción, eligió el otoño... Pues, qué queréis que os diga, estoy enamorada de esta estación tan lluviosa, mezclada de calor y frío, de hojas secas, de caracoles paseándose por la calle, de colores naranjas y amarillos, y de locura climática. Me encanta. Así que sí, otoño, soy la única que te defiende pero conmigo no te hace falta nadie más, yo me apaño.

Dicho lo cual, os presento mi nueva entrada. Esta es un reclamo a las cosas que decimos cuando nos enfadamos. Soy la primera que digo cosas que no debería de decir y que piensa que debemos calmarnos antes de seguir calentando la situación, pero... Esta entrada no habla de ello. Habla sobre la posición de muchas personas de zanjar el problema y la relación, amenazando con irse. Si es esta la idea real, adelante; pero si no, considero un gran error jugar siempre con la idea de marcharte. No haces bien a la otra persona, ni siquiera a ti mismo.

Dejando, no obstante, debates abiertos pero barriendo hacia afuera, os presento una entrada que en fondo es bonita, que te hace replantearte varias posiciones en relación al amor y con la que espero renazcáis, mis renacidos.

Espero que septiembre haya estado plagado de buenas noticias y que sino, se os presente un octubre precioso. 

¡Feliz domingo y hasta pronto!

PD: en esta imagen preciosa sale mi modelo favorito.





Le has dicho tantas veces que te vas, que derrapa en la siguiente letra cuando tú no has acabado siquiera la primera palabra. Ha perdido la creencia o la decencia de decirte que no, que no salgas por esa puerta de nuevo, que no habrá otro perdón. Y sin embargo, te perdona y se perdona a sí misma por haberte perdonado, como si tuviese algún castigo encima que no fueras tú, que te has quedado tan debajo que ya ni subes de escalón...

Y qué decir de las veces que le has dicho que se acabó, que no aguantabas más que te llevase la contraria, que tuviese su propia opinión. Te has hartado de decirle que siempre quiere llevar la razón mientras sostienes un discurso grabado que otros te han contado en el supermercado, en la oficina, o sabe Dios dónde o quién, o dónde quién te ha llevado. 

Le haces creer que te ahoga, que te cansa, que te enoja, que diga o haga, que piense o sienta, que se quede callada. Y a veces, lo último es lo mejor. Pero solo a veces. 

Le has dicho tantas veces que te vas, que a veces, se va ella. A su mundo, a las palabras escupidas, a su propio orgullo. Sabe que te quiere, pero a qué precio, a cuántos perdones por día cuadrado que de ahí no salen porque no pueden, por su forma. Sabe que te quiere pero también se quiere ella; y antes elegía, y ahora siempre pierde. Desde el minuto en que anuncias tu partida y cierras la puerta como si nada, sabiendo que volverás a pasarla encontrándote menos cada vez, dejando más tiras de piel que cicatrices. 

Y son tantas y tan caras, que quién las querría comprar en una tiendecita. Quién querría ver pasar trenes toda la vida, escuchando su sonido y llorando su marcha. Para luego volver a verlos pasar por la ventana, llamar a la puerta y entrar como si nada. ¿Quién? 


Te vas y se pierde en ello, removiendo su cucharita en el reloj, esperando que pase el tiempo. Y, dime si debe hacerlo: esperar y desesperarse tras cada intento, aguantar al postre aún sin ver servida la bebida. Quizás con ella se emborrachase y aquella vez ganase la partida.

Porque tú, querido amigo, te estás ganando a pulso perderla.