martes, 28 de febrero de 2017

La creyente y su religión

Buenas tardes, renacidos. Hoy es el último día de Febrero y como tal, quería hacer una entrada. Sé que en este mes he estado algo ausente y he abandonado bastante mi blog, aquel que me ayuda tanto. Pero eso se ha acabado. En parte bien, porque vuelvo. En parte mal, por el motivo. Ya lo expliqué la vez pasada, y espero que lo entendáis. Los echo de menos. Además, ayer me operaron. Tenía un pequeño bulto en el brazo derecho al que había incluso bautizado, Maikel se llamaba. Ese pequeño renacuajo fue creciendo. Primero era un pequeño granito, y finalmente se convirtió en todo un grandullón al que la gente bautizaba como: "qué asco", "no me lo enseñes", "tápalo", "vomito". Como veis, lo adoraban y yo también. Pero bueno, ayer pasó a mejor vida. Hoy estoy en proceso de recuperación y mañana ya haré vida normal! Si es que algún día la hice... jeje

Bueno, renacidos, hoy os traigo una medio entrada medio cuento. En un principio, iba a ser una entrada, pero no la considero como una entrada propiamente dicha, así que he reeditado su nombre como medio entrada medio cuento. De todos modos, me gustaría saber qué opináis de ella. Sé que como las otras veces, no recibiré ningún comentario. Muchos me habéis dicho que no sabéis cómo hacerlo y directamente me enviáis a mí vuestra opinión. Pero, realmente es muy sencillo. Basta con que tengas un mail, estés conectada/o a ese mail y te metas en mi blog. Después, escribís donde pone deja un comentario y TACHÁN! Bueno, sin presión, si no queréis no pasa nada. Lo importante es que sigáis visitándolo. Eso me hace muy feliz, renacidos. Mucho! Gracias (4465)

Y sin más dilación os dejo con mi entrada. Podéis comprobar que, además, os he puesto un precioso gif de Dirty Dancing (película hiper recomendada!!!)

¡Feliz martes!




Era atea hasta que creyó en sus besos como remedio para todo. Porque le curaban. Del paso de los días, de las mentiras ajenas, de las verdades con cintas adhesivas que se despegan. Y por eso, fue coleccionándolos. Enmarcando cada uno como trofeo por su cuerpo mientras él quisiera. Saboreando la tinta que salía de sus labios. Extinta. Y nunca se extinguía. Seguía marcando sus hombros de la mejor manera, sin ninguna ofensa, sin ningún dolor, haciendo de cada beso un nuevo juego con sabor o sin él. Un lugar mejor. A fresa, a chocolate, a pastel. Por eso creía en los besos, porque siempre aparecían. Cuando iba a la estación, al parque, a la ferretería. Llegaba con un billete, con una piruleta o con un destornillador, abrasando sus brazos, sus labios o su piel. Siempre con besos que sabían a miel. A veces eran lentos, y otras no iban despacio. Se aceleraban o frenaban tras el impacto de los escalofríos, de la piel de gallina, del invierno tras las cortinas.

Con poco espacio para recapacitar o para pensar en si pecar estaba bien o mal, la creyente iba a su encuentro. Siempre sonreía tras el vendaval y mientras se tumbaba en la cama, se imaginaba volar. Con sus besos como alas, con su piel de cristal. La ex-atea se iba al desván porque allí los besos no eran igual. Sabían a nostalgia, a polvo, a demagogia barata. Pero de vez en cuando, no sentaban mal. Los tomaba en una taza, dejando su marca roja al pasar y sabiendo que aquello lo encendería, le haría empezar. Y empezaba, curando sus heridas, sus cicatrices. Besando las partes sensibles. 
Después pasaba al plato fuerte, a los besos inertes que abren mares y encienden estrellas. Notando los fuegos artificiales en su vientre. Desnudo. Como se sentía ella cuando le besaba, aunque fuese en la cara y estuviese tapada. Aunque las sabanas cubrieran su rostro. 

Sus mandamientos eran seguir su corazón, después el instinto y por último la razón. Pero siempre se olvidaba del final, y permitía que el primero se rompiese y se volviese a curar. Como un ciclo eterno. Como algo que nunca se termina de sanar pero lo intenta, una vez más.

Y es que en realidad a ella no le importaba fracasar. Sabía que en la vida se tenía que caer para poderse levantar, sino siempre seguiría recta, caminante de pies de plata que sigue el sendero, que nunca se tuerce o se disfraza.

Y por eso, creía en él. En aquel orador de sus verdades, en aquel portador de sus deseos. Aquel que le echaba agua bendita en forma de besos, y hacía que cada día fuese su comunión. 

Ambos tenían una unión difícil de romper. Él era su religión y ella la creyente. Rezaban abrazados, sintiendo el alma entre sus dedos y los besos como remedio de cualquier miedo. 

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