sábado, 21 de mayo de 2016

El tren de mi vida

Estoy subida en un tren. Sé que iré algo oscura en él, pero casi no me doy cuenta cuando se empieza a mover. Supongo que hace tiempo que siento que vivo en un andén, a la espera de aquel tren que me lleve hacia el futuro o a la superficie. Me ahogo en unos recuerdos que me estancan al pasado y me hace daño, como a todos; aunque algunos prefieran negarlo. Nadie puede evitar los recuerdos, son pequeñas imágenes que vuelan por nuestros cerebros en forma de nubes, que nos nublan; en forma de arboles, que nos aíslan. Somos bosques talados, perdidos o encontrados. Somos burbujas que se estallan cuando las usas. Y nos usamos.

Me ha tocado la ventana y desde ella puedo ver una playa lejana, perdida en los siete mares que manejaba en mi niñez: la consola, la tele, las palabras, los amigos, las series, los hermanos Grimm y los pinceles. Las olas mueven mis recuerdos y los hacen chocar contra las rocas donde espero que una sirena los acoja. Y lo hace. Los mece, los adormece y los tumba. Mis recuerdos duermen en medio de los mares y yo recuerdo entonces, que nunca aprendí a nadar y que posiblemente mis recuerdos tampoco puedan siquiera flotar. Y se hunden; apareciendo en mi mente mojados, confundidos y liados. 

Me cambio al pasillo, para mirar de frente hacia atrás o hacia delante. Buscando mi objetivo. Por inercia miró que tengo a la espalda. Veo puñaladas, lágrimas secadas y pañuelos. A veces fui consolada y otras veces consuelo. Nunca usada como el pañuelo. Muchas veces mojada por los recuerdos. Y me mojo. Me zambullo en un verano del 96, naciendo como un retoño. La flor de julio casi en agosto. Y quizás esa sea la razón de que solo quiera el verano; las noches que conlleva; puede que los regalos; los amigos, casi como hermanos; los abuelos; nuestro patio. Correteo detrás de mis recuerdos porque el vagón es grande y largo. Hay espacio para que juegue con el pasado. Y juego. Me divierte tirar el dado, mover la ficha. Huele a gasolina, a tierra mojada que pisamos, a fregonas que limpian las paredes del patio, a higueras, a amapolas, a música pasada, a ensaladas que no me gustan, a guisantes, a esperanzas. Vislumbramos deseos, cambios y años que pasan. El tren se colapsa por tantos recuerdos y entonces entiendo porque iba casi vacío. Mis recuerdos ocupan los asientos sin pasajeros, en ellos enganchan chicles, fotografías, agujeros. Cae de uno de los pasajeros, una mora. Es la más grande que he visto nunca y entonces escuchó un ascensor que se cruza y detiene; la sangre cayendo de una herida, una aguja, bastantes despedidas. Me duele la cabeza pero alguien me la cura. Lleva medicamentos, tiritas y su formula secreta. Después me ponen una crema sedosa.     

Me levanto de mi asiento, para conocer a los pasajeros. Algunos tienen números en vez de manos. Veo un 24, un 18, un 14, un 28. Son manos que sostienen algo entre sus dedos. Manchas de pintura, pelos y plastilina. Uno de los pasajeros agacha la mirada y cruza el vagón. Quiero correr detrás de él pero el futuro me lo impide, me pone una barrera, me lo prohíbe. Recuerdo una sonrisa siniestra en un circo y empiezo a enlazar los porqués. Huele a póquer que no terminaré de entender, escucho un tubo de escape, un "no podremos volver". Hay pasajeros que me preguntan: ¿Qué esperas hacer? ¿Pretendes acaso conseguir resolver el problema que te trajo al andén? Y yo desconocía el porqué vine. Simplemente me trajeron mis pies.

Los recuerdos se empiezan a calmar, mientras una luna de queso quiere recitar. Pero alguien la calla. Es el sol que pretende iluminar el río con piedras que parecen de cristal. ¿Qué hace un río en el tren? ¿Qué lugar es este? ¿Dónde me hallo? Veo cuentos de romanos, de un niño y un extraño. Encuentro fotos, tazos, recortes y lazos. Me entretengo coleccionándolos, investigándolos. Mojamos un mando con agua. Impermeable. Mojamos nuestras manos con la lluvia. Resfriado. Escucho golpes, lágrima, portazos. Alguien se va del vagón sin poder siquiera pararlo y de eco se escuchan las promesas que prometió en vano. Hacía calor pero las estrellas se comían el verano. Recuerdo declaraciones, gusanos que se pierden, desprecios, canciones que nos dedicamos. Y me dedicaste. Veo flores, rosas y un pasajero con cara de amapola. Es curioso porque no me recuerda a nada. Quizás a un pequeño jardín improvisado de donde cogíamos los tallos. Jarrones o vasos para mantener viva la muerte de las flores cogidas. Oigo pasos, el pasajero vuelve y me pide que le siga amando. Muy tarde, el tiempo ha pasado. 

Me siento de nuevo, como queriendo entender porqué en este tren no viaja nadie. Son solo recuerdos de papel. Veo nacimientos, con o sin s. Veo entrometimientos, mentiras, arrepentimientos. Una chimenea, la carne en el asador, la paella. Una pelota que bota en un patio cerrado. Escucho el agua resbalando. El frío llegándome a los parpados. Ataques de ansiedad, dolor en los días, fotos vacías que no dicen nada cuando antes decían. Escucho su voz, la mía. Borramos paseos, deseos, sueños con colores variados. Pasa página, pedían. Quemar el libro era la única salida. Y nos separamos, separando recuerdos. Solamente quedan entradas que nos entran al alma. Solamente hay trenes vacíos de personas que se aman. 

Y el tren se para sin llegar a nada, dejándome donde me recogía porque no tenía marcado destino ni parada, solamente trayecto. Ningún pasajero se baja porque espera a otro viajero con gafas y colilla quemada. Yo le reconozco pero él me ha olvidado. Es lo que pasa cuando no practicamos recuerdos, cuando olvidar ya no es solo una palabra. Me meto las manos en el bolsillo para ver que pasa. Pero ningún foto sale disparada. Perderemos los trenes, te bajarás sin querer en alguna parada en la que yo esté, pero como soy del pasado y tú ya eres futuro, nunca podremos encontrarnos juntos. Y es triste, porque el tren pasa pocas veces por una misma superficie a la misma hora y ni tú has sido nunca puntual ni yo una tardona.

Los recuerdos nacen para seguir un camino pero siempre viajan en un tren con destino hacia ninguna parte. 

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