viernes, 18 de noviembre de 2016

Ya no estaba.

Buenos días, renacidos. El frío ha llegado para quedarse, eh. Me encanta el otoño y sus hojas caídas. Me encanta el color de los árboles, el pasar de los días con una bufanda y con el frío colándose por las rendijas de la chaqueta. Me encanta vestir con lana, oler la tierra mojada y que el sol brilla pero helado. El otoño es precioso, renacidos. Creo que es la mejor época de todas, si me permitís decirlo. Es una época mágica, llena de colores y de olores preciosos. Solamente nos hace falta mirar un poco por encima del hombro para descubrirlo. Solamente necesitamos parar los demás pensamientos negativos y creer en la vida, en el resurgir - como pasa con las hojas -. Ellas caen con duelo en sus extremos, pero saben que no será eterna su pena, que volverán a explicarlo de viejas gracias a su árbol.

Así es la vida.

Y bueno, hoy os traigo de nuevo un drama romántico. La sensación de vacío cuando alguien nos deja. Puede extrapolarse al amor o a la perdida, cada uno que renazca como quiera. Con ella os traigo una imagen evocadora, para mí. Y una canción preciosa que hoy he descubierto. Es de Pablo López y se llama: Hijos del verbo amar. Espero que la disfrutéis.

¡Feliz viernes, renacidos!


https://www.youtube.com/watch?v=Xre1ME1Uazs&feature=share 



Y me desperté. Todo había sido un sueño. Tus zapatos no estaban en el suelo, cerca de los míos. Tus calcetines se habían perdido más allá de la cama, más allá de la lavadora que los unía con los míos. Caminé descalza, buscando algo que sirviera de manta, que me cubriese por completo, que ya no me hicieran falta tus brazos ni tus besos. Y no escuché tu voz en el pasillo, no noté el olor a café recién hecho, ni tu cuerpo hecho un ovillo, cubierto de bostezos, con tus parabrisas rodeándote el cuerpo. Me tumbé en el suelo, sintiendo el frío en los huesos, congelándome el alma, con lágrimas en mis cuencos vacíos y sin ganas de nada más que de dormir y llorar todo el mar Mediterráneo. Era raro sentirme drogada por una pastilla llamada nostalgia. Y lo peor de todo es que no existen remedios que te vendan en Farmacias. Todo es llorar y expulsar la rabia, caer y levantarte con ganas de volver a chocarte contra la tierra. Duele tanto la vida, que a veces, parece que no lo sea. Que nos mienta y nos trague, que nos engañe y nos ate con una cuerda al paso de los días. Y nos ahogamos. No con agua ni alcohol, sino con la melancolía de tiempos mejores, de calendarios con menos rencores, con flores en los tapices de color ocre.

 Me sentí mareada, anestesiada. El mundo me daba vueltas y yo seguía parada, estacionada en un lugar donde ni las grúas te echan en falta, donde los papeles te reportan a países sin nombre, a nombres sin países, a lugares dónde las directrices que más cuentan son todas las cicatrices marcadas en el vientre. Y yo no tengo ninguna visible, todas se enmarcan bajo carne, bailando con sangre, aprisionadas. Me pisaba el pelo con las manos para no levantarme, para sentir el dolor. Quería ser consciente de forma física de aquello que llevaba en el corazón, de forma psíquica. 

Me volví loca esperándote, sentada en el umbral de mi casa, con las manos frías y con la bufanda en el cuello, deshilachada. Y la bufanda también lo estaba. Caían hilos y quilos con cada hora que pasaba. Mis vecinos me miraban y agachaban la cabeza. Quizás ellos se quedaron despiertos durante la tormenta, mientras yo dormía bajo tu pierna. 

¡Qué rabia no haber sido testigo de tus dudas! Quizás con mi locura y dulzura hubiera conseguido que lo repensarás, que te quedarás más tiempo en mi cama, amoldado a una almohada que siempre te había esperado, que siempre había estado a tu altura. 

Ahora todos los perfumes de la calle, llevan tu nombre y apellido. Ya no huele en mi pasillo, pero aparecen en mi bolsillo cuando saco tu foto. En ella guardo momentos rotos, como las copas de vino, momentos sumergidos en un pasado que vimos pasar sin pensar en que no volvería a hacerlo. Como todo en esta vida. He puesto un pie la vía y sé que podría hacerlo, dejar pasar el tiempo, esperar el claxon molesto de una locomotora que viene a cien por hora y no piensa detenerse. Y yo no la detendría, la dejaría pasar encima de mi cuerpo mientras mis labios recuerdan tus besos y suspiran tu nombre. ¿Pero de qué me serviría? Seguiría sin verte cada día al despertar, seguiría sintiéndome vacía por las mañanas, abandonada en una realidad que no se ajusta a mi gusto, que no es justa. Y por eso quito el pie de la vía, subo hacia el andén y recorro la vida. Porque es verdad que una vida sin ti no vale nada, pero menos valdría sin la mía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario