martes, 10 de noviembre de 2015

La urna de cristal

Buenos días, hoy es diez de noviembre de 2015 y al despertarme he descubierto con gran asombro e ilusión que renacer entre palabras tiene 956 visitas. No sabéis lo que significa para mí esta cifra. Este bonito número representa el inicio de mi sueño, de mis ilusiones, de mis aventuras a vuestro lado. Desde hace muchos años he soñado con poder tocar y acariciar las palabras escritas por mis dedos en un libro. Poder sentir su tacto suave y embriagador entre mis yemas. Sé que no es un sueño fácil de conseguir, pero día a día puedo notar como las cosas imposibles no son más que cosas difíciles de conseguir. De verdad que no tenéis ni idea de lo que significa una visita más para mí. Ese número que se va añadiendo, que va haciendo crecer mi sueño, lo es todo. Hace unos meses inicié este camino esperando obtener comentarios, respuestas, pero no me imaginaba cruzar ese pequeño umbral. Sé que todavía no es más que el principio, pero este principio no sería nada sin vosotros, sin vuestras molestias de mirar mi página, de intentar o conseguir renacer entre palabras. Miles de gracias, las mil visitas están cerca y no puedo más que soñar con el momento de que llegue. 
Después de todo esto, os voy a presentar mi nueva entrada. Esta se trata de una breve narración, de un cuento escueto pero que me parece muy reflexivo. Explico pocas cosas, doy pocos detalles de las razones que llevan al único personaje a su situación, pero creo que no hace falta. La verdadera importancia de esta historia recae en las sensaciones, en el frío que se transmite, en la tristeza, en la injusticia. El personaje podría ser cualquiera de nosotros. No tiene nombre, no tiene historia, no tiene a nadie, solamente es ella. Ella y su soledad, y su vida empapada por las crueles decisiones que ella no cometió, que le fueron impuestas. Con esta entrada espero conseguir vuestra reflexión sobre la vida que lleváis, sobre vuestro contexto y vuestros sueños. A veces, sin darnos cuenta o sabiéndolo, somos presos de una urna de cristal y desconocemos la manera de romperla. Quizás porque no sabemos de su existencia, quizás porque no sabemos de la existencia de una forma o instrumento para fracturarla. Esta entrada la encontramos recalcada por la música de César Benito titulada "Sentimientos". Es una canción preciosa que sin letra nos trasporta hasta ese bosque en mitad de la nada, en mitad del silencio. Bueno, sin seguir extendiéndome más os dejo mi entrada titulada: la urna de cristal. Espero que disfrutéis y tengáis un feliz martes.

https://www.youtube.com/watch?v=WBJ4BAwnvT0



En mitad de un perdido y oscuro bosque, almacenada en una frágil y fría urna de cristal cuyas paredes eran inquebrantables, vivía encadenada al reloj una joven de aspecto  tan delicado como el mismo cristal que la encerraba. Sus manos eran blancos copos de nieve unidos en finas tiras. Sus ojos eran dos nubes paralizadas ante el miedo. Con sólo observarla se podía notar la fragilidad de un espejo, de una equivocación, de una mentira. Había sido liberada a vivir dentro de aquella jaula en mitad de un bosque, envuelta por aquel manto de árboles y aquel cielo que la confundían. No sabía que era el miedo. No sabía que era el sonido, pues estos eran paralizados por la capa que envolvía su vida, por la urna. Ella era la culpable y la víctima de aquel encierro. Ambas, la urna y ella, habían sido abandonadas en mitad de la compañía de los árboles, en mitad de las disconformidades del tiempo. Sus pensamientos nacían y morían en su cabeza, sus palabras se generaban y yacían en sus labios, sus sentimientos casi eran inexistentes. No sabía que era correr, saltar, trepar. Nadie le había enseñado a bailar, a cantar, a silbar. Tarareaba sonidos sin sentido, sin ritmo. Sabía hablar, pero nunca lo hacía. Su único entretenimiento consistía en contar las estrellas del cielo. Aquellas estrellas que caían sin freno hacia su propio final, que marcaban su destino, que eran libres. Las contaba sin conocer los números, sin saber de su eternidad, empleando los dedos como única herramienta y las palabras y sonidos para nombrar a cada una de las estrellas. Ella soñaba con ser una de ellas, inmortalizarse en el cielo, conocer el mundo desde su altura, desde su poder. Quizás, si hubiese sabido que por cada una de las que caía se podía pedir un deseo, hubiese pedido ser libre, romper la urna, cada una de las cadenas que la mataban en vida, que la hacían vivir en la muerte. Quizás, pero no lo sabía. Ella sólo las miraba, las contaba, las hablaba. A veces jugaba con ellas. Otras tantas le hacía preguntas esperando que contestasen, esperando recibir un mensaje desde el cielo, desde la oscuridad profunda del universo. Nunca lo conseguía, pero ella había creado un código. Un código que le servía para conocer respuestas, para invadirse de explicaciones. Cuando brillaban más de lo normal era un sí, cuando se difuminaban correspondía a un no. Ellas nunca le fallaban, pues cuando una desaparecía nacía otra en su lugar brillando con más fuerza y energía que la anterior. La acompañaban en medio de la soledad, en medio del silencio, en mitad de la calma. Muchas noches intentaba alcanzarlas, llegar hasta ellas y acariciarlas, pero jamás lo lograba. Lo único que conseguía era chocar con el delicado cristal y sentirse más y más insignificante. Obstinada en sus sueños, cuando pasaba un tiempo volvía a intentar alcanzarlas. Aquella joven era como aquel pez que busca día tras día una vía de escape, un agujero en mitad de la pecera, aun sabiendo que es imposible. Cuando volvía el sol, la cristalina y pálida joven dormía. No le gustaba ver la luminosidad que traía la vida, la felicidad que conllevaba a su alrededor, pues nada traspasaba ese muro que la ataba, ese débil cristal que le hacía prisionera de su propia hábitat, de su propio espacio, de su propio mundo. Nada, ni siquiera la alegría. Todos esos sentimientos, esas emociones se quedaban en el umbral, atrapados por el cristal con el que chocaban. En cambio, la cruda y real tristeza se retenía en el interior, viendo imposible su escape hacia el exterior, provocando en la joven años de tristeza, soledad, lágrimas. Incluso la tristeza lloraba por aquel cautiverio. Era horrible aquel sufrimiento, aquella prisión. Pero las lágrimas de la muchacha tan rápidas como se creaban caían sobre el frío y despiadado cristal. Con el paso de los días se secaban en aquel lugar, provocando la acumulación de cadáveres de lágrimas por las paredes de la urna. Ahí yacían las tristezas, ahí yacían los días, ahí yacía la joven en vida. Nadie conocía de su existencia, ni siquiera aquel que la abandonó en aquel frío y desértico bosque, pues se dice que el destino no atiende a razones cuando perpetuar la tristeza se refiere.

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