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Si nadie despertase la vida sería un sueño que nunca se cumpliría, que siempre se soñaría. Sería una hoja de papel en medio de un huracán de llamas, ardiendo en silencio sin poder expresar en un grito todo su dolor, toda su rabia, toda mentira. Sería una roca congelada en la mirada del tiempo, de los años, del viento; del guión que nos controla más y más, limitándonos poco a poco. Quizás desde esa realidad paralela, esa realidad ficticia e irreal, seríamos felices. Felices en un mundo tejido por cuerdas artificiales, débiles y cristalinas que se deshacen con un suspiro, que son como plumas cayendo de las nubes. Felices en un mundo de sueños, de trampas, de esperanzas imposibles pero eternas. O quizás no, quizás ansiáramos la verdad, la libertad, la cruel realidad. Quizás buscáramos los problemas superficiales de la piel, las heridas marcadas con carmín en el corazón, los pétalos que indicaron el compás de nuestros errores, de nuestros actos, de nuestros delirios.
Si nadie despertase la vida sería un sueño que nunca se cumpliría, que viviría atrapado en la portada de un libro oculto entre las tinieblas, entre la oscuridad infinita de los engaños, de los para siempre. Seguiría atrapado durante siglos en su desván abandonado y polvoriento, amainado y quieto, esperando el momento exacto para atacar, para tirarse a las garras de las promesas sin cumplir, del exilio de nuestras miradas. Los sueños no existirían, la vida sería un cuento, nosotros una ilusión. Soñaríamos una vida y viviríamos un sueño, sin llegar a diferenciar ambos, sin prestar atención a las señales que advierten de falsas esperanzas, de choque inminente contra una realidad sometida, presa en el túnel del pasado.
Si nadie despertase la vida sería un sueño convertido en pesadilla, una pesadilla en medio de una vida de ensueño o un sueño viviendo en una pesadilla. Extrañaríamos el olor asfixiante de los azotes del destino, de los golpes contra los muros de la inocencia, de las palmadas contra la falsa apariencia. Bendeciríamos la miseria, la esclavitud, el miedo, la pobreza. Seríamos peones de ajedrez sin un rey que nos guíe, sin una reina que nos salve y sin un sicario que nos aprisione. Viviríamos llorando, lloraríamos viviendo; creando un ciclo de vidas desconsoladas y fragmentadas, rotas por la realidad de toda ficción, por la ficción de cada pequeña dosis de realidad.
Si nadie despertase la vida sería un sueño fugaz, inmortal, efímero, eterno. Sería blanco, sería negro. Sería llorar, sería consuelo. Sería cantar, sería callar con un beso. Soñaríamos sin saber que era vivir y viviríamos sin conocer que es soñar. Bailaríamos en medio de un acantilado escarpado por tus imperfecciones y por tus fallos, y buscaríamos la forma de encontrar un puente que nos guiase hasta el final del punto y a parte que siempre se escribe cuando no se sabe que más decir, cuando se quiere expresar un vacío, una nada. Nadaríamos por encima del hielo que creamos mediante las palabras en las noches de verano, en las tardes de otoño, en las mañanas de primavera, en las madrugadas de invierno.
Si nadie despertase la vida sería un sueño que nunca se cumpliría, nosotros soñadores que nunca descansarían y el tiempo estaría paralizado entre las horas dormidas. Seríamos sonámbulos de la vida, sin el consuelo de beber café para quitarnos los recuerdos, la nostalgia, la rutina. Seríamos presos de la almohada que nos ata hacia una vida dormida, paralizada, asfixiante. Una vida sin vida, un sueño sin sueños. No viviríamos, no soñaríamos, ni hablaríamos de ambas cosas. No conoceríamos la vida, los sueños, nuestras vidas, nuestros sueños. Y es que, si nadie despertase la vida sería un sueño que nunca se cumpliría, que siempre se soñaría porque como bien dice Pedro Calderón de la Barca:
"¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son."
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