domingo, 29 de noviembre de 2015

Un eterno verano

Buenas tardes, hoy en un día marcado por el descanso del domingo me he puesto a confeccionar una nueva entrada. La confección ha tenido lugar en mi habitación sin parar de recordar el total de visitas que lleva renacer entre palabras. Es maravilloso imaginaros en vuestras estancias buscando en el ordenador o teléfono móvil mi página (y vuestra) y dejándoos seducir por aquellas palabras que salen de mis dedos, de mi mente y claro está, de mi alma. Os agradezco tanto esas 1140 visitas. Implica tanto esfuerzo por vuestra parte y tanta felicidad por la mía. Sois la consecuencia de mi felicidad, del cumplimiento de mis sueños poco a poco. Miles de gracias renacidos. 

Mi entrada, en esta tarde de domingo se titula "un eterno verano" y hace referencia al amor y desamor, dos temas que por desgracia están muy relacionados.  No obstante, en esta historia no hablo sobre dos personas que se dejan de querer sino en como el tiempo ayuda a que se separen. Hay tantos amores que se quedan perdidos en las agujas del reloj... Quizás porque en el fondo no sean tan amores, o quizás porque no son conscientes de todo lo que pierden. Bueno, esta entrada tiene como música de fondo la banda sonora de "The reader" y una pintura de Dorina Costras. Espero que paséis un feliz domingo, una buena semana y os agrade la entrada. 

https://www.youtube.com/watch?v=AtEOegVwF1c 



Nos conocimos en nuestro verano eterno, en aquel junio que parecía el foco de todo lo que existe en esta Tierra. En aquel parque que permanecía gracias a la fuente que daba frescor a aquel ambiente, sueños a todos los durmientes, cobijo a los supervivientes de la primavera, del tiempo que no espera, de las personas que no conocen de terceras. Las horas eran marcas a fuego lento en nuestra piel, en nuestro cuello, en aquel cielo que traía una felicidad inexistente en días de invierno. Los segundos paralizaban el verano invitando a Julio a quedarse, a permanecer, a nunca marcharse. El parque se convirtió en nuestras citas, en nuestras idas y venidas, en cada una de nuestras sonrisas. Llegamos a pensar que aquella fuente nos proporcionaba el agua de la vida, que no sólo nos hacía compañía sino que nos proporcionaba paz, seguridad, eternidad. Día a día construimos un jardín en aquel paraíso, lo llenamos de besos, de caricias, de compromisos. El calor que reinaba en aquella estación nos confundió las ideas, nos convirtió en prisioneros de la vida, felices por haber encontrado entre los jardines a dos personas que se querían, que no se fallarían que acabarían con el invierno, con su frío consuelo, con su eterno duelo. Entre las gotas que caían de la fuente como gotas de mayo, nos confesamos que nos amábamos, que en poco tiempo habíamos conseguido algo diferente, algo que no se confecciona con simples miradas, vanas palabras, triviales hazañas. Pero sin querer, entre sonrisas que esconden verdades, entre caricias que dicen las que esconden, nos olvidamos del tiempo y su paso, del reloj que no nos deja llegar hasta el ocaso o que nos empuja hacia él como un amargo después. El otoño lo mató todo. Entre hojas caídas en combate, pisadas por los pies fríos del Destino, quemadas ante la putrefacción de sus almas, dejó de salir tanta agua de aquella fuente. Con la muerte de todo lo bello, de todo lo eterno, llegaron los reproches, los celos, el desorden. El sonido de las hojas chafadas, pisadas y olvidadas, eran el único ruido que se escuchaba en aquel parque mientras se gritaban, mientras dejaban a un lado las noches de verano y su color, girando la cara hacia el otoño y su traición. La fuente dispersaba sus gotas hacia las diferentes direcciones, esperando llamar la atención de los amantes y hacerles entrar en razón, olvidar los errores, pensar en sus tantas razones. Insultos, lluvia, y piedras que se acumulaban, era lo único que mantenía vivo aquel jardín, un jardín manchado por la desconfianza, la duda, la ignorancia. Los dos se amaban pero ya no lo decían, intuían que ya lo sabían. Con el invierno el parque se cerró, incapaz de soportar tanta miseria, tanta tristeza y violencia. El sonido de las hojas que aún quedaban y que se movían, daban al lugar una sensación de soledad, de abismal acantilado de imprudencias, de crueles actos del pasado. Nunca volvieron, nunca se acercaron a la fuente que se había congelado, que había esperado y esperado sin remedio, que ya no escupía nada más que hielo. Siempre soñaron con que volviese la dulce primavera y les invitase a oler las flores, a abrazar los arboles, a bañarse en la fuente. Y con el paso de los años aprendieron a no esperar pasar el tiempo, sino a soñar con aquellos días en que juntos rozaban el calendario y hacían de su vida un eterno verano.

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